Crítica de Yo confieso

 

Yo confieso de Jaume Cabré


La literatura nos permite ejercer la capacidad más diferencial del ser humano como especie, la de construirse un relato de su pasado y la de ser capaz de proyectar diversos escenarios –relatos- sobre el futuro. Los escritores tienen la habilidad de crear escenarios e historias por los que transitan personajes que se convierten en nuestros alter egos; pero sólo los grandes poseen la destreza de involucrarte en cuerpo y alma en su juego de emociones y, de resultas, sentir empatía con los actores del relato, de forma que reflexionas con ellos y te preguntas sobre los porqués y las causas, sobre la vida, sobre ti mismo…. Cuando concluyes un buen libro eres un poco más sabio, porque en tu viaje a través de las páginas has metabolizado las vivencias y has aprendido un poco. Cuando concluyes un buen libro y te repiensas, adviertes que has cambiado, que tu campo de visión es un poco más ancho, que ahora comprendes mejor, toleras más, y también perdonas más.

Yo confieso de Jaume Cabré es Gran Literatura, la que te deja poso, la que te cambia, la que te plantea interrogantes, la que te ensancha horizontes. Está a la altura de la Montaña mágica de Thomas Mann o Cien años de soledad de García Márquez, incluso como Cervantes en El Quijote, también plantea un viaje épico, en este caso, a través del mal y, como un quijote, trata de “desfacer entuertos” buscando la expiación, aunque sepa que es imposible expiar un pecado tan grande.

La acción transcurre fundamentalmente en la Barcelona de la posguerra, pero se desarrolla a lo largo de seis siglos con una urdimbre de personajes, tramas, situaciones y espacios muy diferentes, impregnados siempre por el mal como elemento ubicuo. Los juncos guía sobre los que se va tejiendo la trabazón de mimbre que arma la novela son objetos: La medalla con la Virgen y la semilla de arce, el tronco de arce del que saldrá el violín, el papiro que contiene la cédula de constitución del Monasterio; el violín Storioni, el cuadro de Urgell, el testamento en arameo del padre, el pañuelo sucio de la niña, las estampas del cheriff Carsson y el indio Arapahoe. Objetos que se consustancian con las personas que los poseen y se transforman en testigos cruciales de los fanatismos que conducen a la barbarie.

Utiliza un lenguaje muy íntimo, de confesión, en primera persona. Traba con increíble facilidad los flujos del relato como si ensartara perlas en un hilo de seda. Pasa de una época a otra, de una escena a otra, sin solución de continuidad, no para jugar con el lector, sino para que el lector juegue, se interrogue y participe. Maneja la primera y la tercera persona en el ámbito narrativo cambiando el registro en la misma línea, sin que la narración sufra el más leve menoscabo, antes al contrario, encaja en los vericuetos mentales, capitidisminuidos, del personaje que escribe y que ya está en los primeros albores del mal de Alhzeimer. Aunque tengas la sensación como lector de perderte entre tantos cambios de épocas, territorios y subtramas, la inteligencia narrativa de Cabré permite ensamblar el puzle en un cuadro único y armónico, a base de repeticiones, de volver a las intrahistorias, de ofrecer nuevos puntos de vista, de seducirte con otras voces, como si cada historia creciera con el lector al encontrar nuevos detalles y diferentes perspectivas; además, tiene la habilidad de romper las tensiones extremas con una fina ironía, así, cada vez que te encoje el corazón, suele terminar arrancándote una leve sonrisa con un diálogo irónico o con una situación extravagante.

No hay subterfugios, ni engaños. No es un narrador omnisciente, te desvela cada misterio en la misma medida que hace memoria y lo evoca. Todo lo que cuenta lo ha vivido en persona, o lo ha escuchado de niño escondido detrás del sofá, o se lo han ido relatando otros personajes, o lo ha estudiado e investigado personalmente como un buen erudito.

El personaje principal es Adriá, un humanista que a falta de afectos paternos y maternos, se sumerge en el vicio del coleccionismo y en el del estudio; ambos los hereda de su padre, como se hereda el mono de heroína. Le cuesta socializar porque no muestra sus emociones y sentimientos y, cuando los muestra, los transmite a través de la criba del raciocinio. Vive, sobre todo, a través de los objetos que han sido testigos de otras vidas, y va cargando con el lastre de la culpa derivada de la maldad que va descubriendo y la hace propia, tratando de espiar los pecados de la humanidad o, al menos, los de su familia. Adriá es un prodigio desde niño, sabe ocho o diez idiomas y se convierte en un reputado profesor, una inteligencia superior, aunque a él lo que le gustaría es ser un virtuoso del violín. Lo contrario de lo que le sucede a su íntimo amigo Bernat, que siendo un maestro del violín, lo que quisiera es ser reconocido como un buen escritor. Siempre se desea lo que no se tiene, otra debilidad humana. Con toda su erudición, su inteligencia superlativa y su lógica de hombre de ciencia, conserva desde niño, por contraste, dos estampas con las que jugaba solo, el cheriff Carsson y un indio Arapahoe, que le hablan y gesticulan y constituyen su conciencia, su yo más profundo y verdadero.

Yo confieso encierra una rebeldía contra el fanatismo que conduce a la maldad, ya sea el fanatismo religioso, ideológico, nacionalista, o económico. Es también una metáfora sobre la culpa y el remordimiento, sobre Europa y su construcción a base de violencia y odio, sobre el poder absoluto que se instaura en las instituciones: La Santa Inquisición, El Vaticano, El Nazismo, el Franquismo, el Islam… Es una búsqueda de la verdad hasta las últimas consecuencias, aunque sea amarga. Y todo ello expiado con el Amor, la Belleza y el Arte. El amor es el de una mujer, Sara. La belleza y el arte están sublimados en lo que Adriá llama su universo, su caserón en Las Ramblas, atestado de libros y objetos valiosos, que le proveen de filosofía, literatura, música, pintura, historia…

En esencia, es un tratado sobre la maldad a que conducen el fanatismo y la intolerancia, esa maldad que impregna todas las épocas y se propaga a través de los poderes absolutos, como un aire viciado. Es una maldad contada no sólo desde la voz de las víctimas, sino también y, sobre todo, desde el lado de los verdugos; con sus secuelas como el sentimiento de culpa o el remordimiento. No falta la gran historia de amor, los desafectos, los afectos mal resueltos, la soledad, las pequeñas traiciones, la amistad, los prejuicios, los malentendidos…; en suma, toda la escala de emociones humanas con sus complejos y contradicciones destiladas en una carta de amor hasta vaciarse por dentro.

Hasta el mejor escribano echa un borrón. Lástima que el autor nos tienda, aunque sea muy sutilmente, la trampa de confundir la opresión franquista, que sufrimos todos, con la teórica opresión de un territorio y un idioma sobre su tierra y su idioma propios.


J. Carlos

Actualizado (Sábado, 13 de Octubre de 2012 19:38)